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Remigia

- Ya no sé qué hacer- Me dice la señora Remigia, Doña Remi para los que la conocen bien.

Con sus noventaytantos años encima, Doña Remi se queja apenas voy llegando, porque dice -ahora ya no veo bien-. Doña Remi es, a presar de su edad, sin duda la más lúcida y cuerda de su casa. Una casa que su esposo, muerto hace ya tiempo (pero Doña Remi recuerda exactamente cuánto) le construyó en lo que antes era el borde del río y hoy es una de las calles más transitadas del pueblo de San Miguel.

Doña Remi se desespera, porque su lucidez casi adolescente no le permite entender que al cuerpo se le está acabando la fuerza, una fuerza que le hace mucha falta a alguien con tanto qué hacer. Alguien que tiene un jardín así de grande, con tantos geranios que es imposible encontrarla entre ellos cuando los anda regando, que se rehusa a seguir la dieta del doctor y se empeña en cocinar sus propios frijoles en ollita de barro y beber cocacolas sin tregua alguna a pesar de la diabetes. Un día amanece y le duele un pie, y luego el otro. Ya perdió el oído, y ahora sólo ve con un ojo. -Mal- dice ella -Veo una pura nublazón, veo mal pero éstas nomás no me ayudan en nada- me dice refiriéndose a sus hijas, que sonrien entre la ternura y la última gota de paciencia.

-Yo les digo que ya no oigo y no veo, y que hay que hacer algo, pero no hacen nada.-

Doña Remi tiene tanto qué decir, qué ver, qué escuchar. Tiene tantos recuerdos en la cabeza, todos guardados mejor que en la memoria de cualquier máquina. El del día que hicieron sus hijos su primera comunión y la noche exacta en que su marido le dijo -Vengo a robarte- y ella le contestó -me robas nada, yo me voy porque me quiero ir- y se saltó la ventanita de su casa.

La veo y pienso qué difícil es entender que al cuerpo se le acaba el tiempo cuando la cabeza funciona bien. Qué difícil aceptar que las habilidades se pierden justo cuando la tienes ganada en experiencia. Con qué fiereza nos aferramos a la vida cuanto más pasa el tiempo, y qué gran ambición querer tenerlo todo, la razón y la fuerza, la habilidad y la experiencia, la paz de quien lo ha visto todo y la avidez de querer ver más.

Doña Remi, sentada en su banquita de colores en medio de unos limones que ella misma sembró, me dice que se sienta ahí a ver pasar los carros, porque no hay otra cosa qué hacer en el día cuando no hay con quién platicar. Se queja de su condición y me dice -ya no sé qué hacer- y yo no entiendo la pregunta, porque yo sé que sus males no tienen cura, pero ella busca un doctor que le encuentre cura al mal de tener noventaytantos años.

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